miércoles, 21 de diciembre de 2011

Conversación de Negri con estudiantes chilenos, 28/10/2011

El pasado viernes 28 de octubre los estudiantes chilenos movilizados en la toma de la Casa Central de la Universidad de Chile tuvieron una interesante conversación con Toni Negri. Mira este enlace a la revista Multitud y disfrútala. Como adelanto, nos permitimos pasar por aquí su introducción:


"Como Revista Multitud nos alegra mucho poder estar presentando Toni Negri acá y leagradecemos la gentileza con la que aceptó a venir a este espacio ocupado, lugar donde las cosas suceden. RevistaMultitud, al igual que Toni Negri, plantea la necesidad de renovar el análisis de cómo funciona el capitalismo hoy endía, así como cuales son las nuevas alternativas de resistencia a este. Toni Negri nos ha pedido no dar una conferencia y que luego le hagan preguntas sino más bien que, a partir de preguntas, el pueda hablar, y se pueda discutir, o comentar lo que los estudiantes piensen. Para ello, en primera instancia dos de nosotros haremos preguntas con el fin de iniciar la conversación y luego pasaremos el micrófono por el publico. Entonces, más que pensar en qué quieren escuchar, los invitamos a pensar qué quieren preguntar. Nuevamente muchas gracias a Toni Negri, y también a Emannuelle Combaut quien gentilmente se ofreció a hacer la traducción simultanea".
Para nosotros es un gusto poder incorporar aquí el trabajo de nuestros compañeros chilenos: Felipe, Raúl, Francisco, Alfonso, Daniel, Mauricio Utz y Nicolás Slachevsky, y no queremos dejar pasar la oportunidad de  darles las gracias y felicitarles por todo, a ellos como participantes en la conversación con Negri, y a Mauricio y Nicolás otra vez, junto a Daphne Barley, Miguel Carmona y Víctor Chautard en tanto que miembros del comité editorial de Multitud. Por supuesto, también a todos aquellos que de una forma u otra han hecho desde Chile que el deseo de cambiar nuestras condiciones de vida sea algo digno de compartir. Les invitamos a leer la revista que tienen puesta en marcha:


http://multitudrevista.blogspot.com/



Tienen todo nuestro apoyo, y desde aquí les deseamos mucha suerte.

martes, 6 de diciembre de 2011

Modernidad, antimodernidad y altermodernidad en Commonwealth

Si la modernidad, como decíamos, se configura por una tensión entre dominio y resistencia, entonces “la modernidad es siempre dos”. Hardt y Negri conciben la modernidad como una relación social, que “no reside tan sólo en Europa o en las colonias, sino en la relación de poder que se extiende entre ambas”[1]. Las fuerzas de la antimodernidad son, en este sentido, parte constituyente de la modernidad[2].

Un ejemplo paradigmático de lo anterior es la revolución haitiana de 1805. Como es sabido, la relación entre republicanismo moderno, capitalismo y esclavitud, siempre fue íntima. Dicha relación resulta incongruente con los principios republicanos (libertad, igualdad y propiedad), razón por la cual los filósofos modernos tendieron a omitirla. Sin embargo, los esclavos haitianos tomaron aquellos mismos principios y los blandieron contra el poder moderno. “La resistencia de los esclavos no es una fuerza antimoderna porque sea contraria a los valores ideológicos de libertad e igualdad […] sino porque desafía la relación jerárquica que habita el corazón de la relación de poder de la modernidad”[3]. La antimodernidad no es, pues, lo Otro de la modernidad, sino que resulta inseparable de la misma.

Una alternativa a la modernidad, o lo que es lo mismo, una altermodernidad, pasa inevitablemente por rastrear esa resistencia antimoderna, pero también por identificar las técnicas e instrumentos del “triunvirato modernidad-colonialidad-racismo” que la mantienen a raya. En este punto, nuestros autores se separan de los teóricos poscoloniales, que ponen el acento en las representaciones racistas del dispositivo colonial, para sostener que la colonialidad, antes que una ideología, es una forma de biopoder. “Reconocer el racismo y la colonialidad de la modernidad como biopoder contribuye a realizar el cambio de perspectiva haciendo hincapié en que el poder no sólo regula formas de conciencia, sino también formas de vida que envuelven completamente a los sujetos subordinados, y centrando la atención sobre el hecho de que este poder es productivo –no sólo una fuerza de prohibición y represión externa respecto a las subjetividades, sino también y sobre todo una fuerza que las genera internamente”[4]. Pero si la colonialidad, en cuanto biopoder, no sólo disciplina subjetividades sino que las produce, se presenta la siguiente cuestión, a saber, ¿hay espacio para la resistencia? Aquí Hardt y Negri nos ofrecen una respuesta (de raigambre claramente foucaultiana) que puede servir para interpretar toda su obra: “No debemos pensar el poder como lo primordial y la resistencia como una reacción a aquél; por el contrario, por más paradójico que parezca, la resistencia es anterior al ejercicio del poder”[5]. Este giro copernicano es, por cierto, el mismo que adoptaron Tronti, Panzieri o Negri a finales de los 60, cuando, frente al objetivismo de la tradición marxista, sostuvieron que el capital es siempre reactivo a la iniciativa creativa del trabajo y que éste, en tanto elemento activo de la relación-capital, determina a través de la lucha de clases el desarrollo capitalista.

Ese marxismo objetivista también resultaría torpe a la hora de identificar las potencialidades de la antimodernidad. Ello se debe, según nuestros autores, a una ambivalencia que recorre por entero la tradición marxista; ésta presenta “una corriente poderosa que celebra la modernidad como progreso y denigra todas las fuerzas de la antimodernidad como superstición y atraso, pero incluye también una línea de antimodernidad, que se pone de manifiesto con mayor claridad en las posiciones teoréticas y políticas estrechamente vinculadas a las luchas de clases”[6]. Podemos encontrar esa tensión en Marx (por ejemplo, entre el Marx que justifica la colonización de la India como paso necesario para el progreso y el que, al final de su vida, se interesará por la “premoderna” comuna rusa), en Lenin, en Mao y, por extensión, en la práctica de los Estados socialistas. En efecto, “las tres grandes revoluciones socialistas –Rusia, China y Cuba-, a pesar de que las luchas revolucionarias que conducen a ellas están atravesadas por poderosas fuerzas de antimodernidad, terminan todas llevando a cabo proyectos decididamente modernizadores […] repitiendo perversamente la figura y las estructuras de poder de los países capitalistas a los que se oponen. La crítica del imperialismo, que sigue siendo un pilar ideológico central para los Estados socialistas posrevolucionarios, se ve obligada a caminar de la mano de la promoción de una economía política desarrollista”[7].

Por su parte, Horkheimer y Adorno, a pesar de romper con esta línea modernizadora del marxismo, confinan la relación modernidad-antimodernidad a una dialéctica sin síntesis. Hardt y Negri encuentran dos errores en esta posición: “En primer lugar, la formulación tiende a homogeneizar las fuerzas de la antimodernidad. En efecto, algunas antimodernidades, como los nazis, forman a fanáticos espantosos que esclavizan a la población, pero otras impugnan las estructuras de jerarquía y soberanía con figuras de libertad incontenible. En segundo lugar, encerrando esta relación en una dialéctica, Horkheimer y Adorno limitan las antimodernidades a un estar en oposición a e incluso en contradicción con la modernidad. De esta suerte, en vez de ser un principio de movimiento, la dialéctica conduce la relación a un estancamiento”[8]. Pero la antimodernidad, nos dicen, no es un simple reflejo de la modernidad, sino que, por el contrario, existiría una antimodernidad positiva y productiva. Superar este círculo vicioso exige, pues, ser capaces de movernos desde las resistencias, que, al fin y al cabo, están dentro de la relación de poder moderna, a las alternativas; o dicho de otro modo, de la antimodernidad a la altermodernidad.

Pero, ¿qué entienden los autores de Imperio por altermodernidad? Quizá nos encontramos aquí ante un concepto todavía en construcción, donde Negri y Hardt parecen inspirarse en los movimientos indigenistas de las últimas décadas para apuntar hacia una transformación de las resistencias antimodernas. Así, mientras éstas tienen su razón de ser en la defensa de la identidad y la tradición propia, la resistencia altermoderna se caracterizaría por aceptar el devenir social y la continua metamorfosis de las identidades. Los zapatistas, por ejemplo, no vinculan los derechos con una identidad indígena fija. De este modo, “la libertad que forma la base de la resistencia, como explicábamos más arriba, pasa a un primer plano y constituye un acontecimiento que anuncia un nuevo proyecto político”[9]. Otra característica esencial de la altermodernidad es su base en el común, lo que significa, en primer lugar, que “las reivindicaciones centrales de estas luchas están explícitamente encaminadas a asegurar que los recursos como el agua y el gas, no serán privatizados. […] En segundo, y más importante lugar, las luchas de la multitud se basan en estructuras organizativas comunes, donde el común no se concibe como un recurso natural, sino como un producto social, y ese común es una fuente inagotable de innovación y creatividad”[10]. La lucha y autodeterminación de la multitud boliviana por el control de los recursos hidrológicos, es un inmejorable ejemplo de conflicto altermoderno.



[1] HARDT, M., NEGRI, A., Commonwealth. El proyecto de una revolución del común, Madrid, Akal, 2011, p. 82.

[2] Esta interpretación separa a nuestros autores de la historiografía colonial -que pone el acento en los encuentros coloniales y desdibuja las resistencias-, de la teoría de los sistemas mundo –que piensa la resistencia como algo externo a Occidente-, y de las teorías de la hipermodernidad –que conciben la modernidad como proyecto inacabado que necesita de su plena realización.

[3] HARDT, M., NEGRI, A., Commonwealth. El proyecto de una revolución del común, Madrid, Akal, 2011, pp. 91-92.

[4] Id., p. 94.

[5] Id., p. 96.

[6] Id., p. 97.

[7] Id., p. 104.

[8] Id., p. 110.

[9] Id., p. 120.

[10] Id., p. 125.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Spinoza frente a Hobbes, Rousseau y Kant

A raíz del debate que mantuvimos la sesión anterior sobre Hobbes, Spinoza y Rousseau, considero muy interesante esta conferencia de Juan Domingo Sánchez Estop sobre el planteamiento kantiano del problema del poder (que coincide, en buena medida, con el de Rousseau), y la respuesta spinoziana al mismo. Sánchez Estop finaliza su conferencia con una cita de Spinoza especialmente reveladora: "En lo que se refiere a la política, la diferencia entre Hobbes y yo, sobre la que usted me interroga, consiste en que yo conservo siempre sano y salvo el derecho natural, y en que sostengo que, en cualquier Estado, el derecho sobre los súbditos que le compete al magistrado supremo no es mayor que la medida del poder con que supera al súbdito, cosa que siempre tiene lugar en el estado natural" (Carta 50).

viernes, 2 de diciembre de 2011

POSMODERNIDAD, IMPERIO, TRABAJO, PODER, GLOBALIZACIÓN -TODO JUNTO

“En consecuencia, lo que buscamos demostrar es que la situación política en la que nos encontramos actualmente sólo puede ser definida dentro de un cambio de paradigma en relación con la tradición moderna[1].

Podemos preguntarnos, entonces, cuáles son las claves de ese cambio de paradigma más allá de la habitual diferencia, examinada en nuestra última sesión de trabajo, entre trascendencia (y la concepción que incorpora del poder como una máquina soberana: “una interpretación unívoca del poder. El poder siempre es trascendente, el poder siempre es soberano”[2], sobre lo cual Sigmund Jähn nos ha dado ya "algunas notas") e inmanencia (a la que también María G. ha hecho recientemente ciertas "aproximaciones" insistiendo en su oposición a la idea de multitud). Se trata, según Negri, de una auténtica discontinuidad (“una discontinuidad que hay que tener en cuenta, y de la cual debemos partir”[3]), cuya revisión nos ha de permitir comprender mejor qué es eso de posmodernidad y las transformaciones que están en la base de lo que puede ser hoy una “nueva gramática de la política”.

Pues bien, según Negri, existen tres cuestiones fundamentales que articulan esta cesura entre modernidad y posmodernidad: la cuestión del poder, como se ha dicho antes, la cuestión del trabajo y, por último, la de la globalización. Evidentemente, son cuestiones que están entrelazadas y resulta difícil profundizar en ellas sin pasar de una a otra, pero vamos a intentar dar algunas notas -muy breves, casi de manera telegráfica- con el deseo de que entre todos podamos al final dibujar un buen mapa de los problemas a tener en cuenta, una referencia sólida que nos sea útil para futuras aportaciones más elaboradas.   

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El poder.

Negri plantea aquí el problema de la redefinición de la noción de soberanía incluyendo como diferencial -el Post-scriptum sobre las sociedades del control (1990) de Deleuze presume de ser en este contexto la referencia obligada, junto al Foucault de Historia de la sexualidad- la ampliación del gobierno biopolítico a todo el ámbito de relaciones del cuerpo social:

“Los procesos de organización del trabajo social manejados por el Welfare State han investido a la sociedad por completo. La acción soberana se definió, progresivamente, bajo la forma de un biopoder cada vez más amplio, que se ha extendido a todo el campo social. Se pasó de la disciplina de la organización individual del trabajo al control de los pueblos”[4].

Tesis que está muy presente en Imperio, y bajo diferentes perfiles:

a) en comparación con la sociedad disciplinaria: “La sociedad de control, en cambio, debería entenderse como aquella sociedad (que se desarrolla en el borde último de la modernidad y se extiende a la era posmoderna) en la cual los mecanismos de dominio se vuelven aún más ‘democráticos’, aún más inmanentes al campo social, y se distribuyen completamente por los cerebros y los cuerpos de los ciudadanos, de modo tal que los sujetos mismos interiorizan cada vez más las conductas de integración y exclusión social adecuadas para este dominio”[5];

b) y poniendo de manifiesto su lógica “abierta, cualitativa y afectiva”, la cual puede ser analizada bien a través del que ellos mismos identifican como “triple imperativo del imperio”[6] (una advertencia para no tomar a la ligera su uso de los conceptos de multiplicidad y diferencia) y de los principios de la “administración imperial”[7], o bien a través -y este enfoque es decisivo- de una versión del capitalismo -el “capitalismo salido, más a lo bestia que nunca”, como decían algunos hace años- que, como hemos señalado antes, se confunde con e integra las relaciones inmanentes al campo social: “se hunde -escriben Hardt y Negri- en las profundidades de las conciencias y los cuerpos de la población y, al mismo tiempo, penetra en la totalidad de las relaciones sociales”[8], y exige, por tanto, sustituir la “subsunción formal” de Marx por lo que Negri llamaba ya en los años ochenta[9] la “subsunción real de la sociedad bajo el capital”: este proceso se expresa hoy “en todo su potencial”:

“En el estadio de la subsunción formal, el capital recogía bajo su comando diferentes formas de producción: producción artesanal, campesina, industrial, etc. El comando capitalista se presentaba entonces desde lo externo como la forma que unificaba todas sus diferencias. En la subsunción real, en cambio, todas las formas de producción están definidas desde el principio, entre ellas, como homogéneas con el fin de permitir la ganancia. El capital, en ese caso, se limita a captar y a acumular el trabajo social”[10];

y en Imperio:

“A través de la supeditación real, la integración del trabajo en el capital es más intensa que extensa y el capital modela aún más completamente los rasgos de la sociedad”[11].

Habría que ver con más detalle esta cuestión: con qué procesos efectúa sus alianzas, a cuáles captura, cómo es posible construir ahí relaciones asimétricas, antagonistas; pero la dejamos así, modo apunte, pues encuadra mejor en el segundo bloque de este seminario.

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El trabajo.

En un texto de 1996, “Marx y el trabajo: el camino de la disutopía”, dedicado a comentar unas páginas de los Grundisse, Negri acaba haciendo historia: “Finalmente, a partir de mediados de la década de 1980, el interés de la lectura se focaliza sobre la fenomenología-sociología del trabajo intelectural, es decir, de la nueva fuerza de trabajo inmaterial, que el desarrollo capitalista y la lucha de clases colocan en el centro del análisis. La nueva determinación del trabajo vivo se encuentra dada en la cuestión de la hegemonía política que remite al General Intellect. Para la inversión revolucionaria de su concepto”; y concluye: “El problema de la explotación (del trabajo inmaterial) se encuentra de nuevo en el corazón del análisis”[12]

Con esta cuestión tenemos una dificultad similar a la anterior, tal vez peor, puesto que efectivamente ninguno de los textos que hemos leído hasta ahora plantea el problema adecuadamente. Pero es necesario que hagamos una breve referencia si lo que queremos es poner las bases de otras aportaciones y como hemos dicho, comenzar un diálogo acerca de las cuestiones que articulan las categorías de imperio y posmodernidad, y no sólo para comprenderlas mejor, sino también para poder darle la vuelta, si así nos parece que debemos hacerlo.

Pues bien, en este paso de lo moderno a lo posmoderno dice Negri que formular la pregunta sobre lo que significa “trabajar” es algo crucial[13]. ¿Por qué? Porque “se ha vuelto imposible definir la actividad social y productiva en los términos de la tradición socialista moderna: hoy nos encontramos frente a una hegemonía tendencial del trabajo inmaterial (intelectual, científico, cognitivo, relacional, comunicativo, afectivo, etc.) que caracteriza cada vez más el modo de producción y los procesos de valorización”[14], modificando así, entre otras cosas, no sólo la ley clásica del valor-trabajo, sino también los parámetros de su medición: el trabajo cognitivo, observa Negri, “se caracteriza por su desmesura, por su excedencia[15]. Es aquí donde se juega verdaderamente uno de los tres elementos “de cesura entre lo moderno y lo posmoderno”.

No vamos a entrar ahora a discutir las causas, momentos o sujetos de este cambio en la calidad y la naturaleza del trabajo, ni siquiera las perspectivas que debemos adoptar para su examen[16]; bastará, por ahora, con subrayar que este proceso de posmodernización de la economía y las condiciones laborales “se manifiesta a través de la migración de la industria al sector de los servicios (el terciario)”, un desplazamiento que se da básicamente desde comienzos de la década de 1970 en los “países capitalistas dominantes”: “El nuevo imperativo general que se impone –leemos en Imperio– es ‘Tratar la fabricación como si fuera un servicio’. En efecto, a medida que las industrias se transforman, la división entre fabricación y servicios se desdibuja. Del mismo modo que el proceso de modernización tendió a industrializar toda producción, el proceso de posmodernización hace que toda producción se oriente hacia la producción de servicios, hacia la informatización”[17] (conviene recordar que el libro se terminó de escribir entre 1997 y 1998). En el capítulo sobre “sociología del trabajo inmaterial”[18] observamos un intento de ordenar las cosas, pero por nuestra parte lo dejamos aquí.

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La globalización.

La tercera serie de fenómenos se refiere a la globalización de los procesos económicos y a la crisis de los conceptos de Estado-nación, de pueblo, de soberanía, etc., que de ellos se derivan. El desarrollo capitalista había encontrado en el Estado-nación la estructura fundamental que le correspondía: actualmente, en la crisis del Estado-nación inducida por la mundialización, la crisis general de las categorías políticas de la modernidad se manifiesta, en cambio, abriendo la reflexión sobre la relación entre Imperio y las multitudes”[19].

Sin duda, ésta es la parte que mejor enlaza con los problemas que están en el horizonte de este primer bloque de lecturas y debates que estamos realizando. Las preguntas han sido formuladas: ¿qué argumentos tenemos a favor de la idea de imperio –y qué argumentos en contra?; ¿es cierto que el Estado-nación no confirma a día de hoy más que su impotencia política ante el mercado mundial, dejando de ser por tanto, ella y toda la red de conceptos que coordina, una herramienta operativa?; ¿o más bien tendría razón Atilio Borón cuando dice en Imperio & Imperialismo (2002) que Hardt y Negri se equivocan absolutamente (la crítica que les hace es radical; merece la pena leerla) y, por ejemplo, que los estados-nación siguen actuando de forma decisiva en la economía mundial, que las economías nacionales no han desaparecido ni hay forma de justificar lo contrario, o que el imperio sin imperialismo ni existe ni explica nada?

Curiosa esta lectura de Borón, más aún si tenemos en cuenta que en los textos de Negri y Hardt esta crisis del Estado-nación, y por tanto del concepto de soberanía construido para su justificación, posee un carácter irreversible:

“creemos que es un grave error abrigar cualquier sentimiento de nostalgia por los poderes del Estado-nación o resucitar cualquier política que ensalce la nación. Ante todo, estos esfuerzos son vanos porque la decadencia del Estado-nación no es meramente el resultado de una posición ideológica que podría revertirse mediante un acto de voluntad política: es un proceso estructural e irreversible. La nación no era sólo una formulación cultural, un sentimiento de pertenencia y una herencia compartida, sino que era además y tal vez principalmente una estructura jurídico-económica”[20];

y a continuación un par de argumentos, con apuesta estratégica incluida:

“Puede advertirse claramente la menguante efectividad de esta estructura a través de la evolución de toda una serie de cuerpos jurídico-económicos, tales como el GATT, la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el FMI. La globalización de la producción y la circulación, sostenida por este andamiaje jurídico supranacional, sustituye la efectividad de las estructuras jurídicas nacionales. En segundo lugar y lo que es más importante, aun cuando la nación fuera todavía un arma efectiva, conlleva una serie de estructuras e ideologías represoras y cualquier estrategias que se sustente en ella debería rechazarse  por esa misma razón”[21].

En Modelos de democracia (1987) -hace ya mucho tiempo, dirán algunos- David Held observaba que las transformaciones que se estaban dando a nivel global implicaban una modificación clarísima de la posición de los estados-nación en el mundo: existen ciertas “disyuntivas”, dice, que “revelan un conjunto de fuerzas que se combinan para restringir la libertad de acción de los gobiernos y estados, desdibujando las fronteras de la política nacional; transformando las condiciones en las que se adoptan las decisiones políticas; cambiando el contexto institucional y organizativo de las políticas nacionales; alterando el marco legal y las prácticas administrativas de los gobiernos; y confundiendo las líneas de responsabilidad de los mismos estados nacionales. Teniendo únicamente en cuenta estos procesos podría decirse que el funcionamiento de los estados en un sistema internacional cada vez más complejo limita su autonomía y viola cada vez más su soberanía. Se mina cualquier concepción de la soberanía como forma ilimitable e indivisible de poder público. La soberanía misma tiene que ser concebida hoy en día como dividida entre un número de organismos nacionales, regionales e internacionales, y limitada por la propia naturaleza de su pluralidad”[22]. Es la tesis con la que Hardt y Negri comienzan el “Prefacio” de Imperio -si bien las lecturas de unos y de otro no son homologables en absoluto:

“El imperio se está materializando ante nuestros propios ojos. Durante las últimas décadas, a medida que se derrumbaban los regímenes coloniales, y luego, precipitadamente, a partir de la caída de las barreras interpuestas por los soviéticos al mercado capitalista mundial, hemos asistido a una globalización irreversible e implacable de los intercambios económicos y culturales. Junto con el mercado global y los circuitos globales de producción surgieron un nuevo orden global, una lógica y una estructura de dominio nuevas: en suma, una nueva forma de soberanía. El imperio es el sujeto político que efectivamente regula estos intercambios globales, el poder soberano que gobierna el mundo.

[…]

Los factores primarios de producción e intercambio -el dinero, la tecnología, las personas y los bienes- cruzan cada vez con mayor facilidad las fronteras nacionales, con lo cual el Estado-nación tiene cada vez menos poder para regular esos flujos y para imponer su autoridad en la economía. Ya ni siquiera deberíamos concebir a los Estados-nación más dominantes como autoridades supremas y soberanas, ni fuera de sus fronteras ni tampoco dentro de ellas. La decadencia de la soberanía de los Estados-nación no implica, sin embargo, que la soberanía como tal haya perdido fuerza

[…]

“Nuestra hipótesis básica consiste en que la soberanía ha adquirido una forma nueva, compuesta por una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos por una única lógica de dominio. Esta nueva forma global de soberanía es lo que llamamos ‘imperio’. La declinante soberanía de los Estados–nación y su creciente incapacidad para regular los intercambios económicos y culturales es en realidad uno de los síntomas primarios de este imperio que comienza a emerger”[23].

En Guías. Cinco lecciones en torno a Imperio (2004), Negri repite la misma tesis:

“En conclusión, la crisis del Estado–nación está en curso. Y aunque no se quiera hablar de su fin, se tendrá que decir que el Estado–nación ha perdido alguna de sus prerrogativas esenciales. En el pasado, para definir la soberanía nacional se afirmaba que ésta estaba constituida por un monopolio en el ejercicio del poder que se ejercía sobre un territorio unido por una cultura única. Hoy, ya no puede hablarse en estos términos porque los elementos primordiales de la soberanía (ejercicio del poder militar, acuñación de la moneda, exclusividad cultural) han ido disminuyendo en el territorio nacional. Esta pérdida tiene una genealogía específica, revelada por la incapacidad del Estado–nación para mantener el control sobre la totalidad territorial y sobre las fuerzas antagonistas que actúan dentro del mismo. Es entonces, frente a tales fuerzas, cuando el Estado–nación se ve obligado a recurrir a otras fuentes de soberanía. No se trata de afirmar que el Estado–nación se ha terminado, sino de subrayar de qué modo se transforma cuando transfiere algunos de sus poderes fundamentales (como el de declarar la guerra o el de acuñar la moneda)”[24].

Ahora bien, haríamos mal si dejamos pasar por alto la tercera tesis (la primera es que “no existe globalización sin regulación. No existe un orden económico, un orden de intercambios que no exija algún tipo de regulación”, o si se prefiere así: “siempre manos, manos activas, reglas más o menos visibles, eficaces y siempre manipuladoras, que circulan en el mercado y en cualquier parte de la sociedad. No se puede desvincular  la escena del mercado y mucho menos la de la globalización”[25]) que, según él, articula la obra escrita en colaboración con Hardt; esto es: que las dinámicas por las cuales se constituye el imperio están “determinadas por los conflictos que se originan dentro del desarrollo capitalista”, de modo que cada uno de los fenómenos comentados deben inscribirse “dentro de la relación de capital: ésta es la pretensión científica fundamental de Imperio; y es evidente que aquí seguimos la estela de la enseñanza marxiana”[26]. No se puede pensar por separado el escenario global de las nuevas relaciones de poder y la forma que ha adquirido el capitalismo en las últimas décadas: “Creemos que esta transformación hace hoy evidente y posible el proyecto capitalista de reunir el poder económico y el poder político, en otras palabras, de hacer realidad un orden estrictamente capitalista”[27].

Esto quiere decir también que la “crisis del Estado-nación” no se explica solamente por su debilidad para hacer frente a los efectos del capitalismo, como se pondría de manifiesto a principios de la década de 1990: “La historia de los veinte años que siguieron a 1973 -escribía Eric Hobsbawm en Historia del siglo XX (1995) es la historia de un mundo que perdió su rumbo y se deslizó hacia la inestabilidad y la crisis. Sin embargo, hasta la década de los ochenta no se vio con claridad hasta qué punto estaban minados los cimientos de la edad de oro. Hasta que una parte del mundo -la Unión Soviética y la Europa oriental del ‘socialismo real’-  se colapsó por completo, no se percibió la naturaleza mundial de la crisis, ni se admitió su existencia en las regiones desarrolladas no comunistas”[28]. ¿Y cómo se expresó esa crisis? Pues mediante una exhibición espectacular por parte del mercado mundial de la ingobernabilidad que a partir de entonces iba a distinguir el campo de acción de los Estados nacionales: “el hecho central de las décadas de crisis no es que el capitalismo funcionase peor que en la edad de oro, sino que sus operaciones estaban fuera de control. Nadie sabía cómo enfrentarse a las fluctuaciones caprichosas de la economía mundial, ni tenía instrumentos para actuar sobre ellas. La herramienta principal que se había empleado para hacer esa función en la edad de oro, la acción política coordinada nacional o internacionalmente, ya no funcionaba. Las décadas de crisis fueron la época en la que el estado nacional perdió sus poderes económicos”[29]. La crisis actual no hace más que confirmar esta situación. Pero lo que hay que dejar claro es que, como decía Negri, esta impotencia posee una genealogía: no hay nada de espontáneo aquí, sino decisiones políticas que respaldan un determinado sistema económico: el libre mercado (no es una casualidad que el Premio Nobel de Economía, creado en 1969, se le concediera a Hayek en 1974 y, dos años después, al célebre Milton Friedman); y una forma muy concreta de concebir lo social: básicamente desde el presupuesto de su invisibilidad -de ahí que las políticas neoliberales estén perfectamente de acuerdo con una definición estrictamente formal de la democracia, puedan instalarse a la perfección en regímenes dictatoriales (Friedman en el Chile de Pinochet es un caso ejemplar), o sencillamente eliminar de sus fines el ofrecer soluciones globales a la precariedad, la explotación y la indefensión que definen el régimen de vida de millones de personas.

Por supuesto, examinar de qué modo se modifican la autonomía y la soberanía de los Estados-nación en el escenario global requiere más que un análisis de la “economía mundial”. Antes recordábamos las “disyuntivas” que Held propone para el caso; ésta, la de la economía mundial, es la primera; habría entonces que sumar, desde su punto de vista, las “organizaciones internacionales” (disyuntiva número dos), el “derecho internacional” (disyuntiva número tres), y una última en la que entrarían “poderes hegemónicos y bloques de poder”[30].

Hardt y Negri se refieren también a estos “procesos constitucionales” que están en la base de la formación del “derecho imperial”, por ejemplo en sus observaciones sobre las Naciones Unidas (nos interesan, dicen, “por la función real de palanca histórica que cumplieron a impulsar la transición hacia un sistema estrictamente global”[31]) y la crítica que realizan de Kelsen. El paisaje general lo encontramos en “la pirámide de la constitución global”, donde se precisa la distribución del “amplio espectro de cuerpos”, su división “por función y por contenido”, la “variedad de actividades productivas” que los atraviesan, y ciertas “matrices que delimitan horizontes relativamente coherentes dentro del desorden de la vida jurídica y la política global”[32].

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En fin, si estas ideas tienen algún valor estratégico para pensar el presente o si son producto de un delirio a dúo, habrá que verlo. Opiniones hay para todos los gustos. Seguramente no sean perfectas, pero depende de nosotros empuñarlas bien (“Toda herramienta es un arma, si se la empuña adecuadamente”, es la primera cita que introduce Imperio), lo cual significa ver si nos convienen y cómo deben transformarse para hacerlas realmente efectivas. En cuanto a la idea de “imperio”, después de más de una década, sus inventores siguen creyendo que es operativa; baste, como ejemplo, esta observación que encontramos en su último libro:

“La crisis financiera y económica de principios del siglo XXI asestó el último golpe a la gloria imperialista estadounidense. Hacia finales de la década hubo un reconocimiento generalizado de los fracasos militares, políticos y económicos del unilateralismo. Ahora no queda otra opción que arrostrar la formación del Imperio”; y unas líneas después, en la misma onda: “está convirtiéndose rápidamente en una cuestión de sentido común que el problema del siglo XXI esa el problema del Imperio”[33].

¿Siguen equivocados?


[1] NEGRI, A., La fábrica de porcelana, Paidós, Barcelona, 2008, p. 24.
[2] Id., 17.
[3] Id., p. 25.
[4] Id., pp. 26–27.
[5] HARDT, M., NEGRI, A., Imperio, Paidós, Barcelona, 2005, p. 44
[6] Id., p. 219-222.
[7] Id., 361-365.
[8] Id., p. 45.
[9] NEGRI, A., “General Intellect, poder constituyente, comunismo”, en GUATTARI, F., NEGRI, A., Las verdades nómadas & General Intellect, poder constituyente, comunismo, Madrid, Akal, 1999, pp. 81-205, particularmente I, II, III, IV.
[10] NEGRI, A., La fábrica de porcelana, ed. cit., p. 27.
[11] HARDT, M., NEGRI, A., Imperio, ed. cit., p. 278.
[12] NEGRI, A., “Marx y el trabajo: el camino de la disutopía”, en GUATTARI, F., NEGRI, A., op. cit., III, p. 139.
[13] NEGRI, A., La fábrica de porcelana, ed. cit., p. 25.
[14] Id., p. 26.
[15] Id., p. 26.
[16] HARDT, M., NEGRI, A., Imperio, ed. cit., pp. 304-305.
[17] Id., p. 309.
[18] Id., pp. 312-317.
[19] NEGRI, A., La fábrica de porcelana, ed. cit., p. 28.
[20] HARDT, M., NEGRI, A., Imperio, ed. cit., pp. 357-358.
[21] Id., p. 358.
[22] HELD, D., Modelos de democracia, Madrid, Alianza, 1993, p. 391.
[23] HARDT, M., NEGRI, A., Imperio, ed. cit., p. 14.
[24] NEGRI, A., Guías. Cinco lecciones en torno a Imperio, Barcelona, Paidós, 2004, p. 14.
[25] Id., pp. 12-13.
[26] Id., p.19.
[27] HARDT, M., NEGRI, A., Imperio, ed. cit., p. 28.
[28] HOBSBAWM, E., Historia del siglo XX. 1914-1991, Barcelona, Crítica, 2002, pp. 403-404.
[29] Id., p. 408.
[30] Aún aparece en esta “cuarta disyuntiva” la Unión Soviética como “potencia mundial”; se entiende que estos detalles son inevitables para una persona que escribía en 1987. Para ver con más tranquilidad cómo desarrolla Held cada una de estas “disyuntivas”, véase HELD, D., op. cit, pp. 378-391.
[31] HARDT, M., NEGRI, A., Imperio, ed. cit., p. 25)
[32] Id., pp. 332-337.
[33] HARDT, M., NEGRI, A., Commonwealth. El proyecto de una revolución del común, Madrid, Akal, 2011, p. 212, p. 213.

MOUFFE, C., Crítica como intervención contrahegemónica (2008, eipcp)

Recupero también un artículo de Chantal Mouffe titulado Crítica como intervención contrahegemónica, incluido en el bloque "the art of critique" (08/2008) de eipcp. A ver qué os parece:


MOUFFE, C., Crítica como intervención contrahegemónica (2008, eipcp)


Para aproximarnos a la cuestión que se me ha pedido examinar —¿qué es la crítica?— lo primero que tenemos que hacer necesariamente es decidir qué tipo de crítica es la que vamos a tomar en consideración. Hay, en efecto, muchas y diferentes formas de comprender la naturaleza de la crítica, y las gramáticas que corresponden a cada una de ellas son también muy diversas. ¿Deberíamos afrontar la actividad de la crítica en términos de juicio o en términos de práctica? ¿Es, como con frecuencia se afirma, una actividad autoconsciente ligada a la Ilustración, una característica de la modernidad? Son preguntas que nos llevan a maneras muy diferentes de tratar el tema. Más aún, como Michel Foucault señaló correctamente, la crítica no se puede definir separadamente de sus objetos, y por eso está condenada a la dispersión. Si tuviéramos que restringir el objeto de nuestra investigación a la crítica social, ello limitaría el campo de significados posibles; pero no evitaría que siguiéramos encontrándonos con controversias cruciales. Pensemos por una parte en Jürgen Habermas, quien argumenta que la crítica social depende de una forma de teoría crítica de la sociedad —la teoría de la acción comunicativa— que provee la base sobre la cual es posible elaborar juicios normativos fuertes; y pensemos por otra parte en Foucault, quien piensa la crítica como una práctica de resistencia.


Mi objetivo en este texto será muy concreto. Me limitaré al campo de la crítica social, y aún más en concreto a la relación entre crítica social y política radical. Mi intención es escrutar uno de los puntos de vista sobre la crítica social actualmente más en boga, aquel que piensa la política radical en términos de deserción y éxodo, para ponerlo en contraste con el enfoque basado en la noción de hegemonía que he venido defendiendo en mi trabajo. Mi intención es traer a primer plano las principales diferencias que existen entre estos dos enfoques, que podríamos representar esquemáticamente de la siguiente manera: crítica como retirada vs. crítica como compromiso, para mostrar cómo emanan de marcos teóricos y formas de comprender la política que están en conflicto entre sí. Voy a argumentar que en última instancia el problema del tipo de política radical que postulan pensadores postoperaistas como Antonio Negri y Paolo Virno estriba en su errónea concepción de lo político que no reconoce la dimensión irradicable del antagonismo.

Crítica como retirada



El modelo de crítica social y de política radical que proponen Michael Hardt y Antonio Negri en Imperio y Multitud[1] reclama una ruptura total con la modernidad y la elaboración de un enfoque posmoderno. Desde su punto de vista, tal ruptura es necesaria por las transformaciones radicales que han tenido lugar en nuestras sociedades desde las últimas décadas del siglo XX. Estos cambios, que son consecuencia del proceso de globalización y de las transformaciones en los procesos de trabajo provocadas por las luchas obreras, se pueden resumir en líneas generales de la siguiente manera:


(1) La soberanía ha adoptado una nueva forma, compuesta de una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos por una sola lógica de mando. Esta nueva forma global de soberanía que denominan Imperio ha reemplazado al estado previo de imperialismo, que estaba todavía basado en el intento por parte de los Estados-nación de extender su soberanía más allá de sus fronteras. En contraste con lo que sucedía durante la fase de imperialismo, el actual Imperio no tiene un centro territorial de poder ni fronteras fijas: se trata de un aparato de mando descentralizado y desterritorializado que va incorporando progresivamente en sí, dentro de sus fronteras abiertas y expansivas, todo el ámbito global.


(2) Esta transformación se corresponde, según afirman, con la transformación del modo capitalista de producción, en el cual se ha reducido el papel de la fábrica industrial, priorizándose actualmente el trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende a darse a través de la producción biopolítica. El Imperio busca actualmente aplicar su mando sobre la totalidad de la vida, y representa así la forma paradigmática de biopoder.


(3) Estamos asistiendo a una transición que nos conduce de la "sociedad disciplinaria" a la "sociedad de control". Esta última se caracteriza por un nuevo paradigma de poder. En la sociedad disciplinaria, que se corresponde con la primera fase de acumulación capitalista, el mando se construye mediante una red difusa de dispositivos o aparatos que producen y regulan las costumbres, hábitos y prácticas productivas con ayuda de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el psiquiátrico, el hospital o la escuela. La sociedad de control, en contraste, es una sociedad en la cual los mecanismos de mando se vuelven inmanentes al campo social, distribuyéndose por los cerebros y cuerpos de los ciudadanos y las ciudadanas. Los modos sociales de integración y de exclusión se interiorizan cada vez más por medio de mecanismos que directamente organizan los cerebros y los cuerpos. El nuevo paradigma de poder es de naturaleza biopolítica. Lo que está en juego en esta forma de poder es directamente la producción y reproducción de la vida.


(4) Hardt y Negri afirman que las nociones de "intelectualidad de masas", "trabajo inmaterial" y "general intellect" nos ayudan a captar la relación entre producción social y biopoder. El papel central que en la producción de plusvalía jugaba anteriormente la fuerza de trabajo del obrero-masa fabril se ve cada vez más ocupado por la fuerza de trabajo intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial implicado en la comunicación, la cooperación y la reproducción de los afectos ocupa una posición cada vez más central en el esquema de la producción capitalista.


(5) Dado que, en el tránsito hacia la posmodernidad y la producción biopolítica, la fuerza de trabajo se ha vuelto cada vez más colectiva y social, se requiere un nuevo término para referirse a este trabajador o trabajadora colectiva; este término es Multitud. Hardt y Negri creen que el tránsito hacia el Imperio abre nuevas posibilidades para la liberación de la Multitud. Ven la construcción del Imperio como una respuesta a las varias máquinas de poder y de lucha de la Multitud. La Multitud, dicen, convocó al Imperio; y la globalización, en tanto en cuanto opera una desterritorialización real de las estructuras previas de explotación y de control, es una condición para la liberación de la Multitud. Las fuerzas creativas de la Multitud que sostienen el Imperio tienen la capacidad de construir un contra-Imperio, una organización política alternativa de los flujos globales de intercambio y globalización, con el fin de reorganizarlos para dirigirlos hacia nuevos fines.


Llegados a este punto, merece la pena introducir la obra de Paolo Virno para completar el cuadro. Los análisis de Paolo Virno contenidos en Gramática de la multitud[2] coinciden en muchos aspectos con los de Hardt y Negri, pero también muestran significativas diferencias. Es, por ejemplo, mucho menos optimista de cara al futuro. Mientras que Hardt y Negri tienen una visión mesiánica del papel de la Multitud, la cual, necesariamente, hará caer el Imperio para establecer una Democracia Absoluta, Virno ve los cambios actuales como fenómenos ambivalentes, reconociendo las nuevas formas de subjetivación y precarización que son típicas del estadio posfordista. Es verdad que la gente no es tan pasiva como lo era antes, pero también es cierto que esto sucede porque se han convertido en actores de su propia precarización. De manera que, en lugar de ver la generalización del trabajo inmaterial como un tipo de "comunismo espontáneo", como hacen Hardt y Negri, Virno tiende a ver el posfordismo como una manifestación del "comunismo del capital". Señala que la iniciativa capitalista orquesta hoy en su propio beneficio precisamente aquellas condiciones materiales y culturales que podrían, en otra situación, haber abierto el camino a un futuro potencialmente comunista.


A la hora de imaginar cómo la Multitud podría liberarse, Virno declara que la era posfordista requiere la creación de una República de la Multitud, entendiendo por tal una esfera de los asuntos comunes que ya no está dirigida por el Estado. Propone dos términos clave para aprehender el tipo de acción política característico de la Multitud: el éxodo y la desobediencia civil. El éxodo es, de acuerdo con él,  un modelo cabal de acción política, capaz de enfrentar los retos de la política moderna. Consiste en una defección masiva que rechaza el Estado buscando desarrollar la condición pública del intelecto fuera de la esfera del trabajo y en oposición a ella. Ello requiere que se desarrolle una esfera pública no-estatal y un tipo radicalmente nuevo de democracia que se ha de dar en términos de construcción y experimentación de formas de democracia no-representativa y extraparlamentaria organizada en torno a ligas, consejos y soviets. La democracia de la Multitud se expresa en un conjunto de minorías activas que no aspiran nunca a transformarse en una mayoría, sino que desarrollan un poder que rechaza convertirse en gobierno. Su modo de ser consiste en "actuar en concertación", y mientras tienden a desmantelar el poder supremo rechazan convertirse en Estado. Es por esto que la desobediencia civil necesita emanciparse de la tradición liberal, que es el marco en el que se la suele ubicar. En el caso de la Multitud, la desobediencia civil ya no significa ignorar una ley específica porque no se corresponde con los principios constitucionales, pues en tal caso se trataría todavía de una forma de expresar lealtad al Estado. Lo que se ha de poner en cuestión mediante la desobediencia radical es la propia facultad de mando del Estado.


En lo que respecta a cómo imaginar el tipo de acción política más adecuada para que la Multitud se libere, me parece a mí que no hay diferencias fundamentales entre Virno por una parte y Negri y Hardt por otra, puesto que estos últimos también abogan por la deserción y el éxodo. Argumentan que, dado que en el Imperio ya no hay un afuera, las luchas en contra se han de producir en todas partes. Este "estar en contra" es para ellos la clave de toda posición política en el mundo, y la Multitud debe reconocer la soberanía imperial como el enemigo, con el fin de descubrir cuáles son los medios adecuados para subvertir su poder. Mientras que en la era disciplinaria el sabotaje era la forma fundamental de resistencia, afirman que en la era del control imperial la nueva forma podría ser la deserción. Es en efecto a través de la deserción, mediante la evacuación de los lugares del poder, que Hardt y Negri piensan que se pueden ganar las batallas contra el poder. La deserción y el éxodo son para ellos una forma poderosa de lucha de clases contra la posmodernidad imperial.


Otro punto de acuerdo importante entre Virno y Hardt/Negri reside en su concepción de la democracia de la Multitud. Es cierto que Virno nunca utiliza el término "democracia absoluta", pero en ambos casos lo que encontramos es un rechazo del modelo de democracia representativa y el dibujo de una oposición descarnada entre la Multitud y el Pueblo. El problema con la noción de pueblo es, de acuerdo con ellos, que se ve representado en una unidad con una única voluntad, y que está ligado a la existencia del Estado. La Multitud, por el contrario, rehúye la unidad política. No es representable porque se trata de una multiplicidad singular. Es un agente de autoorganización activo que nunca podrá alcanzar un estatuto jurídico ni converger en una voluntad general. Es antiestatal y antipopular. Virno, como Hardt y Negri, afirma que la democracia de la Multitud ya no se puede concebir en términos de una autoridad soberana representativa del pueblo, y que se necesitan nuevas formas de democracia que sean no-representativas.


Para resumir, podríamos decir que, de acuerdo con este modelo, la actividad de la crítica corresponde a una forma de negación que consiste en retirarse de las instituciones existentes.

Crítica como compromiso hegemónico



En contraste con lo anterior, voy a presentar la manera en que concibo cómo la crítica social puede hoy adecuarse mejor a la política radical. Concuerdo con los autores previos en que se hace necesario tomar en cuenta las cruciales transformaciones que en el modo de regulación del capitalismo ha producido el tránsito del fordismo al posfordismo. Pero considero que la dinámica de esta transición puede ser captada mejor en el marco de la teoría de la hegemonía que hemos propugnado en Hegemonía y estrategia socialista, libro que escribí conjuntamente con Ernesto Laclau[3]. Estoy de acuerdo con que es importante no interpretar estas transformaciones como una mera consecuencia del progreso tecnológico, y en que hay que traer a primer plano su dimensión política. Lo que quiero enfatizar, empero, es que son muchos los factores que han contribuido a esta transición, y que es necesario reconocer su naturaleza compleja. Mi problema con el punto de vista operaista y postoperaista es que, al poner tanto énfasis en las luchas obreras, tienden a ver esta transición como si fuese dirigida por una sola lógica: la resistencia obrera al proceso de explotación, que fuerza a los capitalistas a reorganizar el proceso de producción, desplazándose hacia el posfordismo, donde el trabajo inmaterial es central. Desde su punto de vista, el capitalismo sólo puede ser reactivo, y rechazan aceptar el papel creativo que juegan tanto el capital como el trabajo. Lo que rechazan es, en efecto, el papel que en esta transición juega la lucha por la hegemonía, y lo que me dispongo a argumentar de inmediato es que ello se debe a su ontología inmanentista y a su rechazo a reconocer lo político en su dimensión antagonista.


De acuerdo con el enfoque por el que abogo, los dos conceptos clave para enfrentar la cuestión de lo político son "antagonismo" y "hegemonía". Por una parte, es necesario reconocer la dimensión de lo político como la posibilidad siempre presente del antagonismo; y esto requiere, por otra parte, aceptar la inexistencia en todo orden de un fundamento final, así como la indecidibilidad que lo impregna. Esto significa reconocer la naturaleza hegemónica de todo tipo de orden social, y concebir la sociedad como el producto de una serie de prácticas cuyo propósito es establecer un orden en un contexto contingente. Las prácticas de articulación mediante las cuales un orden determinado se crea, así como el significado de las instituciones sociales que se fijan, es lo que llamamos "prácticas hegemónicas". Todo orden es la articulación temporal y precaria de prácticas contingentes. Las cosas siempre podrían haber sido de otra manera, y todo orden se basa en la exclusión de otras posibilidades. Es siempre la expresión de una estructura particular de relaciones de poder. Lo que se acepta en un momento dado como "orden natural", junto con el sentido común que lo acompaña, es resultado de la sedimentación de prácticas hegemónicas; no es nunca la manifestación de una objetividad más profunda y exterior a las prácticas que lo hacen llegar a ser. Todo orden hegemónico es susceptible de ser cuestionado por prácticas contrahegemónicas que intentan desarticularlo, con el fin de instalar otra forma de hegemonía.


Sostengo que es necesario introducir esta dimensión hegemónica cuando pensamos la transición del fordismo al posfordismo. Esto significa abandonar el punto de vista de que es una sola lógica —las luchas de los trabajadores y trabajadoras— la que opera en la evolución de los procesos de trabajo, y reconocer el papel proactivo que juega el capital. Para ello, podemos encontrar algunas consideraciones interesantes en la obra de Luc Boltanski y Eve Chiapello, quienes en su libro El nuevo espíritu del capitalismo[4] sacan a la luz el modo en que el capitalismo logró utilizar las demandas de autonomía de los nuevos movimientos que se desarrollaron en la década de 1960, embridándolos por medio de la economía en red posfordista y transformándolos en nuevas formas de control. Es lo que llaman "crítica artista", refiriéndose a las estrategias estéticas de la contracultura: la búsqueda de la autenticidad, el ideal de autogobierno, la exigencia antijerárquica, fueron utilizadas para promover las condiciones que requería el nuevo modo de regulación capitalista, reemplazando el marco disciplinario característico del periodo fordista.


Desde mi punto de vista, lo que resulta interesante de este enfoque es que muestra cómo una dimensión importante de la transición del fordismo al posfordismo consiste en un proceso de rearticulación discursiva de discursos y prácticas ya existentes, permitiéndonos visualizar esta transición en términos de intervención hegemónica. Es cierto que Boltanski y Chiapello nunca utilizan este vocabulario, pero su análisis es un claro ejemplo de lo que Gramsci llamó "hegemonía por neutralización" o "revolución pasiva", para referirse a una situación en la que las demandas que desafían el orden hegemónico son recuperadas por el sistema existente, satisfaciéndolas de un modo que neutraliza su potencial subversivo. Cuando captamos la transición del fordismo al posfordismo en este marco analítico, podemos entenderla como un movimiento hegemónico por parte del capital que restablece su papel protagonista restaurando su legitimidad cuestionada.


Resulta claro que, una vez que concebimos la realidad social en términos de prácticas hegemónicas, el proceso de crítica social característico de la política radical ya no puede consistir en retirarse de las instituciones existentes, sino en comprometerse con ellas, con el fin de desarticular los discursos y prácticas existentes por medio de los cuales la actual hegemonía se establece y reproduce, y con el propósito de construir una hegemonía diferente. Quiero enfatizar que tal proceso no puede consistir meramente en separar los diferentes elementos cuya articulación discursiva está en el origen de esas prácticas e instituciones. El segundo momento, el momento de rearticulación, resulta crucial. De otra manera, nos encontraríamos con una situación caótica de pura diseminación, dejando la puerta abierta para que penetren otros intentos de rearticulación por parte de fuerzas no progresivas. Tenemos en efecto muchos ejemplos históricos de situaciones en las que la crisis del orden dominante conduce a soluciones de derecha. Por lo tanto, es importante que el momento de desidentificación se vea acompañado de un momento de reidentificación, y que la crítica y desarticulación de la hegemonía existente vaya de la mano de un proceso de rearticulación. Esto es algo que no comprenden aquellos enfoques que se plantean en términos de reificación o falsa conciencia, los cuales creen que basta con quitarse de encima el peso de la ideología para dar lugar a un nuevo orden, libre de opresión y poder. Tampoco lo entienden los teóricos de la Multitud —si bien en su caso esta incomprensión sucede de otra manera—, quienes creen que su conciencia de oposición no requiere una articulación política. De acuerdo con el enfoque basado en la hegemonía, la realidad social se construye discursivamente y las identidades son siempre el resultado de procesos de identificación. Es mediante la inserción en prácticas múltiples y en juegos de lenguaje que se construyen formas específicas de individualidad. Lo político juega un papel estructurante primordial, porque las relaciones sociales son en última instancia contingentes y cualquier articulación prevalente es el resultado de una confrontación agonística cuyo resultado no está previamente decidido. Lo que se necesita es por tanto una estrategia cuyo objetivo sea desarticular la hegemonía existente por medio de una serie de intervenciones contrahegemónicas, para establecer otra más progresiva gracias a un proceso de rearticulación de elementos nuevos y viejos en una diferente configuración del poder.

Conclusión



Creo que es importante darnos cuenta de que las diferencias entre los dos enfoques que he presentado surgen de las diferentes ontologías que sostienen sus respectivos marcos teóricos.  La estrategia del éxodo, basada en una ontología de la inmanencia, supone la posibilidad de un salto redentor hacia una sociedad que está más allá de la política y la soberanía, en la cual la Multitud sería capaz de forma inmediata de gobernarse a sí misma y actuar concertadamente sin necesitar la ley ni el Estado, y donde el antagonismo habría desaparecido. La estrategia hegemónica, en contraste, reconoce que el antagonismo es irreductible, y en consecuencia la objetividad social nunca se puede constituir por completo, a resultas de lo cual el consenso totalmente inclusivo y la democracia absoluta no se pueden lograr nunca. De acuerdo con el punto de vista inmanentista, el terreno ontológico prioritario es un terreno de multiplicidad. En muchos casos, se basa en una ontología vitalista de acuerdo con la cual el mundo físico y social se ve enteramente como la expresión de alguna fuerza vital subyacente. El problema que presentan todas las versiones de este punto de vista inmanentista es su incapacidad de dar cuenta del papel que juega la negatividad radical, esto es, el antagonismo. Es cierto que la negación está presente en todos esos teóricos, quienes incluso utilizan el término "antagonismo"; pero su negación no se concibe como una negatividad radical. Se concibe a cambio o bien bajo el modo de una contradicción dialéctica, o bien simplemente como una oposición real. Como mostramos en Hegemonía y estrategia socialista, para poder concebir la negación bajo el modo del antagonismo se requiere un enfoque ontológico diferente, en el cual el territorio ontológico principal sea un territorio de división, de unicidad malograda. El antagonismo no se puede comprender cuando se plantea una problemática concibiendo la sociedad como un espacio homogéneo, porque ello es incompatible con el reconocimiento de la negatividad radical. Como ha enfatizado Ernesto Laclau, los dos polos del antagonismo están ligados por una relación no-relacional, no pertenecen al mismo espacio de representación, siendo por tanto heterogéneos entre sí. Es de esta heterogeneidad irreductible de donde emergen. Con el fin de abrir espacio a la negatividad radical, lo que necesitamos es abandonar la idea inmanentista de un espacio social homogéneo saturado, para reconocer el papel de la heterogeneidad. Esto requiere renunciar a la idea de una sociedad que está más allá de la división y del poder, que no necesita la ley ni el Estado, en la que la política, en definitiva, desaparecería.


Se podría argumentar que la estrategia del éxodo es la reformulación, con vocabulario diferente, de la idea de comunismo tal y como la encontramos en Marx. En efecto, hay muchos puntos en común en las ideas de los postoperaistas y en la concepción marxista tradicional. Es cierto que para ellos ya no existe el proletariado sino la Multitud, que es el sujeto político privilegiado; pero en ambos casos se ve el Estado como un aparato monolítico de dominación que no puede ser transformado. Ha de "ser olvidado" para abrir espacio a una sociedad reconciliada más allá de la ley, del poder y de la soberanía.


Si nuestro enfoque ha sido denominado "posmarxista", es precisamente porque hemos cuestionado el tipo de ontología que subyace a tal concepción. Al traer a primer plano la dimensión de la negatividad que impide la plena totalización de la sociedad, lo que hemos puesto en cuestión es la posibilidad misma de una sociedad reconciliada. Reconocer que el antagonismo es inerradicable implica reconocer que toda forma de orden es necesariamente una forma de hegemonía, y que el antagonismo no puede ser eliminado: la heterogeneidad antagonista señala el limite de la constitución de la objetividad social. En lo que concierne a la política, esto significa la necesidad de concebirla en términos de lucha hegemónica entre proyectos en conflicto que buscan encarnar lo universal y definir los parámetros simbólicos de la vida social. La hegemonía se obtiene mediante la construcción de puntos nodales que fijan discursivamente el significado de las instituciones y de las prácticas sociales, y que articulan el "sentido común" por medio del cual una determinada concepción de la realidad se establece. Se trata de un resultado que siempre será contingente, precario y susceptible de ser cuestionado por medio de intervenciones contrahegemónicas. La política siempre tendrá lugar en un campo atravesado por antagonismos, y concebirla como una forma de "actuar en concertación" lleva a un borrado de la dimensión ontológica del antagonismo, la cual he propuesto llamar "lo político". Una intervención política adecuada es siempre aquella que se compromete en un cierto aspecto de la hegemonía existente, con el fin de desarticular/re-articular sus elementos constitutivos. Nunca puede ser meramente de oposición ni concebirse como una deserción, porque se dirige más bien a re-articular la situación en una nueva configuración.


Otro aspecto importante de la política hegemónica estriba en cómo establecer una "cadena de equivalencias" entre varias demandas, con el fin de transformarlas en demandas que cuestionen la estructura de relaciones de poder existente. Es claro que el conjunto de las demandas democráticas que existen en nuestras sociedades no es necesariamente convergente, e incluso unas pueden estar en conflicto con otras. Es por esto que necesitan ser articuladas políticamente. Lo que está en juego es la creación de una identidad común, un "nosotros"; lo cual requiere que se determine un "ellos". Esto es algo que tampoco comprenden los varios defensores de la Multitud, quienes parecen creer que ésta posee una unidad natural que no necesita articulación política. De acuerdo con Virno, por ejemplo, la Multitud tiene siempre algo en común: el general intellect. Su crítica a la noción de Pueblo, que Hardt y Negri comparten, por considerarlo homogéneo y expresión de una voluntad general unitaria que no deja espacio a la multiplicidad, queda totalmente fuera de lugar si pensamos en la construcción del Pueblo mediante una cadena de equivalencias. En este caso, de lo que se trata es de una forma de unidad que respeta la diversidad y que no borra las diferencias. Como hemos enfatizado repetidamente, una relación de equivalencia no elimina la diferencia, pues entonces tendríamos simplemente una identidad. Estas diferencias pueden ser sustituidas las unas por las otras tan sólo en la medida en que, en tanto diferencias democráticas, se oponen a las fuerzas o discursos que las niegan. Es por esto que la construcción de una voluntad colectiva requiere definir un adversario. Tal adversario no puede ser definido en términos tan generales como "Imperio" o "Capitalismo", sino en términos de puntos nodales de poder que necesitan ser puestos como objetivos y transformados con el fin de crear las condiciones de una nueva hegemonía. Se trata de una "guerra de posiciones" (Gramsci) que necesita ser lanzada en una multiplicidad de lugares. Ello sólo se puede hacer estableciendo conexiones entre movimientos sociales, partidos políticos y sindicatos. Crear, mediante la construcción de una cadena de equivalencias, una voluntad colectiva que se comprometa en un amplio espectro de instituciones con el fin de transformarlas: ésta es, desde mi punto de vista, el tipo de crítica que debería inspirar la política radical.


Traducción de Marcelo Expósito



[1] Véase, de Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, Barcelona, 2002; Guías. Cinco lecciones en torno a Imperio, Paidós, Barcelona, 2004; Multitud. Guía y democracia en la era del Imperio, Debate, Buenos Aires, 2004.
[2] Paolo Virno, Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003. Sobre la misma temática véase también, del mismo autor, Virtuosismo y revolución. La acción polítca en la era del desencanto, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003; y Ambivalencia de la multitud. Entre la innovación y la creatividad, Tinta Limón, Buenos Aires, 2006.
[3] Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Siglo XXI, Madrid, 1987.
[4] Luc Boltankski y Eve Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Colección Cuestiones de Antagonismo, Madrid, 2002.


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