martes, 6 de diciembre de 2011

Modernidad, antimodernidad y altermodernidad en Commonwealth

Si la modernidad, como decíamos, se configura por una tensión entre dominio y resistencia, entonces “la modernidad es siempre dos”. Hardt y Negri conciben la modernidad como una relación social, que “no reside tan sólo en Europa o en las colonias, sino en la relación de poder que se extiende entre ambas”[1]. Las fuerzas de la antimodernidad son, en este sentido, parte constituyente de la modernidad[2].

Un ejemplo paradigmático de lo anterior es la revolución haitiana de 1805. Como es sabido, la relación entre republicanismo moderno, capitalismo y esclavitud, siempre fue íntima. Dicha relación resulta incongruente con los principios republicanos (libertad, igualdad y propiedad), razón por la cual los filósofos modernos tendieron a omitirla. Sin embargo, los esclavos haitianos tomaron aquellos mismos principios y los blandieron contra el poder moderno. “La resistencia de los esclavos no es una fuerza antimoderna porque sea contraria a los valores ideológicos de libertad e igualdad […] sino porque desafía la relación jerárquica que habita el corazón de la relación de poder de la modernidad”[3]. La antimodernidad no es, pues, lo Otro de la modernidad, sino que resulta inseparable de la misma.

Una alternativa a la modernidad, o lo que es lo mismo, una altermodernidad, pasa inevitablemente por rastrear esa resistencia antimoderna, pero también por identificar las técnicas e instrumentos del “triunvirato modernidad-colonialidad-racismo” que la mantienen a raya. En este punto, nuestros autores se separan de los teóricos poscoloniales, que ponen el acento en las representaciones racistas del dispositivo colonial, para sostener que la colonialidad, antes que una ideología, es una forma de biopoder. “Reconocer el racismo y la colonialidad de la modernidad como biopoder contribuye a realizar el cambio de perspectiva haciendo hincapié en que el poder no sólo regula formas de conciencia, sino también formas de vida que envuelven completamente a los sujetos subordinados, y centrando la atención sobre el hecho de que este poder es productivo –no sólo una fuerza de prohibición y represión externa respecto a las subjetividades, sino también y sobre todo una fuerza que las genera internamente”[4]. Pero si la colonialidad, en cuanto biopoder, no sólo disciplina subjetividades sino que las produce, se presenta la siguiente cuestión, a saber, ¿hay espacio para la resistencia? Aquí Hardt y Negri nos ofrecen una respuesta (de raigambre claramente foucaultiana) que puede servir para interpretar toda su obra: “No debemos pensar el poder como lo primordial y la resistencia como una reacción a aquél; por el contrario, por más paradójico que parezca, la resistencia es anterior al ejercicio del poder”[5]. Este giro copernicano es, por cierto, el mismo que adoptaron Tronti, Panzieri o Negri a finales de los 60, cuando, frente al objetivismo de la tradición marxista, sostuvieron que el capital es siempre reactivo a la iniciativa creativa del trabajo y que éste, en tanto elemento activo de la relación-capital, determina a través de la lucha de clases el desarrollo capitalista.

Ese marxismo objetivista también resultaría torpe a la hora de identificar las potencialidades de la antimodernidad. Ello se debe, según nuestros autores, a una ambivalencia que recorre por entero la tradición marxista; ésta presenta “una corriente poderosa que celebra la modernidad como progreso y denigra todas las fuerzas de la antimodernidad como superstición y atraso, pero incluye también una línea de antimodernidad, que se pone de manifiesto con mayor claridad en las posiciones teoréticas y políticas estrechamente vinculadas a las luchas de clases”[6]. Podemos encontrar esa tensión en Marx (por ejemplo, entre el Marx que justifica la colonización de la India como paso necesario para el progreso y el que, al final de su vida, se interesará por la “premoderna” comuna rusa), en Lenin, en Mao y, por extensión, en la práctica de los Estados socialistas. En efecto, “las tres grandes revoluciones socialistas –Rusia, China y Cuba-, a pesar de que las luchas revolucionarias que conducen a ellas están atravesadas por poderosas fuerzas de antimodernidad, terminan todas llevando a cabo proyectos decididamente modernizadores […] repitiendo perversamente la figura y las estructuras de poder de los países capitalistas a los que se oponen. La crítica del imperialismo, que sigue siendo un pilar ideológico central para los Estados socialistas posrevolucionarios, se ve obligada a caminar de la mano de la promoción de una economía política desarrollista”[7].

Por su parte, Horkheimer y Adorno, a pesar de romper con esta línea modernizadora del marxismo, confinan la relación modernidad-antimodernidad a una dialéctica sin síntesis. Hardt y Negri encuentran dos errores en esta posición: “En primer lugar, la formulación tiende a homogeneizar las fuerzas de la antimodernidad. En efecto, algunas antimodernidades, como los nazis, forman a fanáticos espantosos que esclavizan a la población, pero otras impugnan las estructuras de jerarquía y soberanía con figuras de libertad incontenible. En segundo lugar, encerrando esta relación en una dialéctica, Horkheimer y Adorno limitan las antimodernidades a un estar en oposición a e incluso en contradicción con la modernidad. De esta suerte, en vez de ser un principio de movimiento, la dialéctica conduce la relación a un estancamiento”[8]. Pero la antimodernidad, nos dicen, no es un simple reflejo de la modernidad, sino que, por el contrario, existiría una antimodernidad positiva y productiva. Superar este círculo vicioso exige, pues, ser capaces de movernos desde las resistencias, que, al fin y al cabo, están dentro de la relación de poder moderna, a las alternativas; o dicho de otro modo, de la antimodernidad a la altermodernidad.

Pero, ¿qué entienden los autores de Imperio por altermodernidad? Quizá nos encontramos aquí ante un concepto todavía en construcción, donde Negri y Hardt parecen inspirarse en los movimientos indigenistas de las últimas décadas para apuntar hacia una transformación de las resistencias antimodernas. Así, mientras éstas tienen su razón de ser en la defensa de la identidad y la tradición propia, la resistencia altermoderna se caracterizaría por aceptar el devenir social y la continua metamorfosis de las identidades. Los zapatistas, por ejemplo, no vinculan los derechos con una identidad indígena fija. De este modo, “la libertad que forma la base de la resistencia, como explicábamos más arriba, pasa a un primer plano y constituye un acontecimiento que anuncia un nuevo proyecto político”[9]. Otra característica esencial de la altermodernidad es su base en el común, lo que significa, en primer lugar, que “las reivindicaciones centrales de estas luchas están explícitamente encaminadas a asegurar que los recursos como el agua y el gas, no serán privatizados. […] En segundo, y más importante lugar, las luchas de la multitud se basan en estructuras organizativas comunes, donde el común no se concibe como un recurso natural, sino como un producto social, y ese común es una fuente inagotable de innovación y creatividad”[10]. La lucha y autodeterminación de la multitud boliviana por el control de los recursos hidrológicos, es un inmejorable ejemplo de conflicto altermoderno.



[1] HARDT, M., NEGRI, A., Commonwealth. El proyecto de una revolución del común, Madrid, Akal, 2011, p. 82.

[2] Esta interpretación separa a nuestros autores de la historiografía colonial -que pone el acento en los encuentros coloniales y desdibuja las resistencias-, de la teoría de los sistemas mundo –que piensa la resistencia como algo externo a Occidente-, y de las teorías de la hipermodernidad –que conciben la modernidad como proyecto inacabado que necesita de su plena realización.

[3] HARDT, M., NEGRI, A., Commonwealth. El proyecto de una revolución del común, Madrid, Akal, 2011, pp. 91-92.

[4] Id., p. 94.

[5] Id., p. 96.

[6] Id., p. 97.

[7] Id., p. 104.

[8] Id., p. 110.

[9] Id., p. 120.

[10] Id., p. 125.

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